sábado, 5 de mayo de 2012

Una bola de fuego, una niña de ojos verdes y una golondrina que ya no volverá.


Una bola de fuego, una niña de ojos verdes y una golondrina que ya no volverá.

Al llegar la noche nos sentámos en la vereda; junto a la puerta principal. Las gradas de la escalera, de acceso a la tienda del papá Polo, nos servían de posaderas.  Hoy no hay luz eléctrica. Todo el pueblo estaba enterado. Don José subió a las 4pm sosteniendo un cigarro entre sus labios con su peculiar forma de mirar. No le enviaron petróleo de Ayabaca. Había pasado más de un mes de que la reserva mensual había llegado en un camión. El camión subió la cuesta llevando los tanques de 55 galones. Todos  se consumieron día tras día iluminando al pueblo. Para esta noche ya no había más. Un señor muy puntual Don José. La luz eléctrica iluminaba al pueblo desde las 18:00 horas hasta las 00:00 horas en punto. Su rutina era subir diariamente la cuesta, bordear el cementerio de suyo y llegar hasta la cabina del motor en las afueras del pueblo. Siempre limpia sus motores, verifica el nivel de aceite, el combustible y el  agua del radiador. Esta vez el petróleo le había jugado en contra. No llegó a tiempo.
Avanzaba la oscuridad sobre la noche y la poca visibilidad nos quita el sentido de la vista abriendo un inmenso vacío entre lo que vemos y miramos; por eso, para observar, nuestro sentido de la escucha nos guía.
Son sesiones interminables de oír y escuchar. Son las noches en que al privarse parcialmente de un sentido los demás sentidos afloran y hacen que cada recuerdo se vuelva mágico.
Desde nuestra vereda, acomodados todos junto a mamá Chavela oímos la radio de Don Tadeo. La sintoniza ubicando las estaciones en banda AM. Mueve lentamente el dial repasando las estaciones. Los sonidos despiertan la curiosidad de quienes rodeámos a Don Tadeo. Cuando nos acercábamos estaban sus hijos escuchando los programas de radio junto a él. Don Tadeo hacía una pausa y contestaba las preguntas de cualquiera que le interrumpiera mientras nos soltaba historias. La barba espesa y blanca que frotaba con sus manos era el preámbulo de todo lo que nos decía. Todas sus narraciones estaban llenas de sabiduría. ¿De dónde salían esos cuentos?, ¿Las aventuras? Parecía tener 1,000 años y siempre lucía igual. Una persona extremadamente ordenada que cuidaba de los detalles y que hacía que cualquier acto simple parezca una obra digna de un arquitecto ancestral. Su casa era ejemplo de que con muy poco, mucha creatividad y esfuerzo se podían lograr cosas admirables. Eso es lógico; pues todo lo bello se compone de cosas simples, que en su simpleza, reúnen muchos detalles perfectos e imperfectos; pero que con ese orden casi divino, nos dejan admirados.
Nos contó, que una vez su madre, lo rescató de la muerte; envolviéndolo en un colchón bajo la cama. Eran los tiempos en que asesinaban a los Apristas. Eso marcó su ideología. Un social demócrata que no era ni chicha ni limonada, ni de izquierda ni de derecha; pero siempre estaba de lado del pueblo, de los pobres. Las canciones como “La Marsellesa Aprista”, “Vasija de barro”; eran preferidas en sus reuniones. Y tantas cosas que hoy no cuento pero habrá ocasión de contárselas.
La casa de Don Tadeo está bajando la loma de la calle Leticia donde empieza la calle Piura. En el lado derecho. Tiene tres descansos. Uno que corresponde a un solar de material noble, que servía de corral para las cabras y chivos, otro cerca a la puerta pequeña del pasadizo donde se guardaban muchos recuerdos y cosas antiguas. Y el otro que correspondía a las piezas principales de la casa cuya vereda servía de mirador hacia el pueblo y los cerros. Escuchábamos aquella radio a pilas marca  JVC Nivico. 
Radio Nivico. Fotografía tomada de internet
 Las luciérnagas aparecían en escena en el solar de abajo. Era una casa vieja que se caía a pedazos. Sólo quedaba una pieza con las tejas a medio poner en el techado. Servía de baño público para los más urgidos como la burra vieja, o para que la gente del cerro amarrara las bestias bajo los dinteles o postes. Las pequeñas lucecitas revoloteaban entre las flores de campo que nacieron por las lluvias del invierno. En las tardes los chupaflores introducían sus lenguas retráctiles desenrollando su pequeña punta en forma de círculos. Nosotros los niños jugábamos atrapándolas y las martirizábamos amarrando sus frágiles lenguas atadas a un cordel de pita. Las soltábamos y las dejábamos volar. Luego las traíamos de vuelta halando el cordel. Fueron los últimos chupaflores que vi en mi vida. Creo que ya se extinguieron pues ya no los he visto en el pueblo. Seguro que todos los que jugábamos con ellos nos arrepentimos de haberlos martirizado así. Tal vez uno de nuestros hijos hoy podría verlos. Como me arrepiento de ello. Un pedazo de belleza de Dios que arrebate a mis hijos.
Don Tadeo nos decía a todos. ___Las luciérnagas son los ojos de los muertos. Son las almas que visitan la noche y ven a través de su pestañar este mundo. Por eso se encienden y se apagan, abren … y cierran los ojos… No las atrapen, déjenlas ir___
Mamá Chavela nos llamó desde la casa. Ya daban las 8 de la noche. Los demás niños corrieron hacia abajo. Las brujas y las pintado eran un grupo de niñas que llamaban a los demás para jugar a la Chepa, el Mataqueche o las escondidas. No queríamos volver a casa; pero ya era hora de dormir.
Suyo en estos días es un pueblo rodeado por los cerros. Todos pintados de verde. Los ceibos se esconden entre el color verde del pasto y las borracheras. Aun se ve la verdolaga hermosa de hojas redondas y bordeadas, llenando de vida sincera el suelo. Los saltamontes son verdes y pequeños. Las mariquitas se esquiban entre las grietas del cascajo junto a las bolitas de excremento que llevan rodando a sus madrigueras. Nunca encontré la casa de una de ellas. A donde llevan tanta mierda. Me da risa recordarlo hoy. Pero seguro hacen algo bueno pues todo es parte de un todo que es mi pueblo.
Acostado, arropado bajo las frazadas; se escuchaba a lo lejos los gritos de los muchachos. Como quisiera jugar con ellos. El ruido se hace más débil hasta que todo se vuelve silencio. Hasta puedo escuchar cómo me zumban los oídos. Hay unos pasos arrastrando los pies que marcan su caminar. Está dando la vuelta a la esquina de la casa. ¿Quién será? Se escucha como se aleja. Las calaminas del techo vibran con la brisa nocturna. El techo silba con el viento. El mango ciruelo y el árbol de ciruelas rojas ambos mecen sus hojas. Los árboles de eucalipto de afuera dejan caer los pinochitos sobre la calamina como gotitas de lluvia. Cuando la brisa se marcha todo vuelve a estar en calma. Esta noche tengo poco sueño. Tengo ganas de abrir la puerta y salirme a escondidas. ¿Y si se aparece el caballo que hala cadenas? ¿El chancho de fuego? ¿La viuda negra? ¿El duende? ¿El hombre sin cabeza? ¿La mano negra?...... “No señor…nooo”. Mejor me quedo en la cama. Calentito, bajo mis frazadas.
Logré dormir un poco. Sentí que algo iluminaba la oscuridad. Estaba entre despierto y soñando. Vi unos ojos verdes claros asomándose en la casa alquilada cerca a la tienda de don Panchito. Me miraban esos ojos fijamente. La niña más hermosa y dulce se escondía tras la puerta. Salió hacia la calle. La seguí. Ella corrió hacia la calle de atrás rumbo a la escuela y se metió en el local que arrendaba un policía que le decían Condorito. Cerró las dos hojas de la puerta y medio abrió una para volverme a mirar. Le pregunté que quería, porque me miraba y sólo se sonreía sonrojada. El cabello le hacía unos rulos en la frente. Estiró tímida la mano y me dejó en mi palma un arete de filigrana de plata con la forma de un corazón. Luego se metió corriendo hacia las habitaciones de aquella casa. De pronto todo se iluminó. Sentía calor y gritos desesperados. Como si despellejaran en vida a una mujer. Me desperté angustiado. Me levanté y sentí que alguien gritaba pidiendo ayuda. Salí corriendo hacia la puerta principal, corrí el picaporte y el chirrido levantó a todos. Vi hacia abajo y veía como una bola de fuego rasgaba la puerta de la tienda donde vendían cerveza. El fuego cruzó la calle y se desvaneció sobre el suelo. Me tomaron del brazo; creo que fue mi papá, y me metió al cuarto a empujones. Solo escuché desde mi habitación frases entrecortadas. ____ Seguro se pelearon de nuevo___ Pobre se quemó toda__ nadie la ayudó___ estuvo gritando pidiendo auxilio___  siempre peleaba con el marido___ ¿Pero a él lo cambiaron hace un mes no?___ anda metido en cosas malas___ tenía tres hijos, la mayor de los tres es preciosa…  sacó los ojitos verdes a la mamá____

Me volví a dormir. Me levanté para ir a la escuela. Dejé el café y los panes del desayuno sobre la mesa y Salí corriendo. Ya van dos campanas. A la tercera llego tarde. La profesora no me la perdona esta vez. Corrí cuesta abajo esquivando las grietas en el cascajo. Casi me caigo sobre unas piedras de canto rodado que había colocado la municipalidad para rellenar las calles por las enormes grietas que dejaban las aguas de lluvia.  Caminé sobre la vereda izquierda. A medida que me acercaba a la esquina, para doblar hacia el colegio, sentía un olor a plástico quemado mezclado con un olor extraño. Baje las gradas y no me quise colgar del dintel para saltar hacia abajo. Más bien baje con calma. El cholo Wilo estaba jugando con unos pedazos de tela quemada. Me mostró uno y me dijo: __ Mira la quemadita…. Se quemó la mujer del policía… ¡huele!… ¡huele!____ Me invitaba el Cholo; ___ Huele… a carne quemada.___ Junté mis recuerdos y mis ideas y enseguida se vino a mi mente los ojos verdes de aquella niña. Mire hacia abajo y estaba ahí un corazoncito de filigrana. Lo tomé con delicadeza en la palma de mi mano y corrí hacia el colegio. Mientras sonaba la tercera campanada pude ver un Volkswagen celeste estacionado en la casa de Condorito. Se llevaban a la niña, la hermana y su hermanito. Me acerque a ella y se lo puse en la mano. ___Lo dejaste olvidado___ Ella me miró con esos ojitos de ternura. Como diciendo gracias. Nunca más volví a saber de ellos y  nunca más pregunte que pasó. Cuando regresé a casa por la tarde, después de la escuela, vi las golondrinas cantar alegres, jugueteando en el cielo; recuerdo muy bien la tarde pues fue una de aquellas en que las golondrinas llegaban a suyo y se acomodaban bajo las tejas sólo para después dejarnos solos y emigrar. Guardo la promesa de algún día volverla a ver. Sé que no será la misma; pero seguro que volverá para marcharse otra vez.